![]() |
Hay pasiones que la prudencia enciende y que no existirían sin el riesgo que provocan. Jules Barbey d'Aurevilly |
Todos hemos sufrido en algún momento ese dilema entre lo que
pide el cuerpo y lo que aconseja la cabeza. Normalmente (por lo menos en mi
caso) suele hacerse caso a la última por muchos motivos: Por vergüenza, por lo
ilógico de llevar a cabo la acción de turno, o, la última que citaré de entre
las múltiples según cada cuál, la más famosa y universal, el miedo a salir de
la zona de confort y exponerse a algo nuevo que no se controla ni a lo que se
está habituado. En numerosas ocasiones
vienen más tarde las lamentaciones: <<¡Ay! ¿Por qué me he
contenido si quería hacerlo?>>. Es entonces cuando algunos, yo entre
ellos, rememoran el momento, pero tomando la decisión contraria; ni que decir
tiene que en esa fábula todo sale a pedir de boca, puede que incluso mejor, y
se consigue lo deseado. Ese “yo” imaginario sonríe orgulloso, ha ganado, se ha
arriesgado y ha logrado su objetivo, lo cual, una vez pensada y resuelta la
situación hace centrarse en ese “yo vencedor” e imaginar cómo sería la vida si
se fuera como él: Algo alocado, pero resuelto, risueño, en la fantasía esta se
le ve incluso más alto y más fuerte. Es atractivo porque, continuamos el
razonamiento, es feliz y seguro de sí mismo en cualquier situación.
Hasta aquí bien, por lo menos si vamos a lo que sucede
después. Y es que está excelsa (y tan falsa como si hubiese pasado por un
experto en Photoshop, y de hecho así es, ha pasado por el photoshop más potente
que se conoce, la imaginación) y dichosa (en el doble sentido de contenta y mal
traída) imagen lleva implícita una contrapartida. La comparativa que establece
instantáneamente alguna parte auto-flagelante del subconsciente entre esa
figura ideal y la real, que, casi siempre, no está tan bien considerada, cuando
no mal considerada directamente, y, obviamente, la segunda sale (muy) mal
parada respecto a la primera.
Habrá personas a las que esto que acabo de describir les
suene a orkoide, su autoestima es tal que, a sus ojos, la imagen ideal no
difiere en nada, o casi nada, a la suya propia. Y a esta gente, aún sabiendo
que la envidia es una horrible y patética emoción, no puedo menos que sentir un
poco hacía ellos, porque yo (y creo que más gente) no poseo semejante grado de
autocomplacencia.
No obstante, sí que me he dado cuenta de cuán injusto se es
con ese “yo reflexivo” (que no cobarde). Ha sido hace poco, con lo que deduzco
que se debe pasar un tiempo de madurez para adquirir y madurar esta lección
vital; me ha tenido que pasar a mi, por lo que si le pasa a otro y este da un consejo
sobre ello somos (y me incluyo también, será el contacto prolongado con vuestra
raza) tan necios de terminar olvidandolo, tenemos que vivirlo en nuestro propio
ser para comprender en toda la dimensión; Interesarme de verdad, parece
‘conditio sine qua non’ que te importe realmente para obtener alguna enseñanza
de la experiencia vivida; y la última, pero no por ello menos importante sino
todo lo contrario, ver mientras aún me rondaba el asunto por la cabeza, el
tremendo error que hubiese supuesto hacer caso a mis impulsos para entenderlo,
pero ahora lo veo:
Primero, si no ves pronto la “pared” con la que hubieras chocado de bruces, se corre el riesgo de atenuar las consecuencias de haber actuado de acuerdo a los instintos.
Segundo, este encontronazo con la realidad, el segundo en poco más de un mes, me ha hecho ver que ese “yo ideal” está alimentado por la fantasía más de lo que se cree, cometiendose una tremenda injustica a la que sometemos a la conciencia, máxime cuando la pobre sólo intenta proteger de unas consecuencias que pueden ir de livianas (el bochorno de flirtear con una persona cuando llega en ese momento su pareja) a trágicas (el horror de perder los ahorros por hacer una inversión de la que no se está muy seguro pero promete mucho dinero), pasando por traumáticas (un crucero que sueñas que se hunde, pero te empeñas en hacerlo y, aunque te salves, al final se hunde) o de cualquier otro tipo. No es cuestión de no arriesgarse nunca, es cuestión de no tomar el riesgo por “lo bueno” y la precaución por “lo malo”.
Primero, si no ves pronto la “pared” con la que hubieras chocado de bruces, se corre el riesgo de atenuar las consecuencias de haber actuado de acuerdo a los instintos.
Segundo, este encontronazo con la realidad, el segundo en poco más de un mes, me ha hecho ver que ese “yo ideal” está alimentado por la fantasía más de lo que se cree, cometiendose una tremenda injustica a la que sometemos a la conciencia, máxime cuando la pobre sólo intenta proteger de unas consecuencias que pueden ir de livianas (el bochorno de flirtear con una persona cuando llega en ese momento su pareja) a trágicas (el horror de perder los ahorros por hacer una inversión de la que no se está muy seguro pero promete mucho dinero), pasando por traumáticas (un crucero que sueñas que se hunde, pero te empeñas en hacerlo y, aunque te salves, al final se hunde) o de cualquier otro tipo. No es cuestión de no arriesgarse nunca, es cuestión de no tomar el riesgo por “lo bueno” y la precaución por “lo malo”.
Todo esto parece un tanto cobarde, mas la cobardía es algo
diferente a lo que aquí expuesto, es algo distinto a la conservaduría, que es
de lo que va esta reflexión.
En definitiva, estas líneas sólo tratan de evitar que te
mortifiques la próxima vez que tomes una decisión conservadora, pues, a lo
mejor, te sorprendes viendo que la sensata era, además, la decisión correcta.
![]() |
No hay mayor dicha ni desdicha que Prudencia e Imprudencia. Baltasar Gracián |
No hay comentarios:
Publicar un comentario